Ahora que vuelven los días en los que el sudor
es la única frontera entre nuestras pieles
y la sombra de los días mojados en que se conocieron,
ahora que los continentes que contienen nuestros ríos
se dilatan y se contraen al ritmo excitado del mercurio,
quería contarte que volví a visitar nuestra playa.
Sé que ambos prometimos olvidarlo -todo-
pero yo no dejaba de pensar
en aquellas rocas
que aún siento clavadas en las costillas,
en los codos, en las rodillas
-también en los recuerdos, y en los sueños-,
necesitaba saber
si dolerían aún como dolían aquella noche,
con aquel mismo placer insoportable
que era sentir la piedra penetrándome los poros,
compitiendo con tus dientes por atravesarme la epidermis
y robarme la inocencia de creerte tan sólo para mí.
Así que busqué aquel mismo rincón escondido
donde me llevaras de la mano,
y desvestí mi cuerpo de ropa
-y de reproches-,
olvidé por unos instantes tus últimas palabras
e intenté imaginar que aún me amabas,
pero no fui capaz,
y me conformé con imaginarte
murmurándomelo al oído.
La noche nos caía encima
como garras de animales salvajes,
y nosotros también respirábamos como bestias
-con dificultad y urgencia-
y nos arrancábamos a mordiscos
las ganas de probar en nuestras carnes
a cantidad de sal que puede absorber una lengua
en una sola madrugada.
Aun así, de entre todas las rocas de la playa,
supe -perfectamente- encontrar aquella que recogió
los restos de nuestros cuerpos cuarteados
tras la acometida de la ola que nos inundó,
y sentí en el rostro la espuma densa
que nos anegó las venas abiertas de par en par.
Me acosté en ella como me acostaba en ti,
-ofreciéndotelo todo, pidiéndote nada.
En su superficie acaricié la tuya
y recordé la grieta elástica de tu vientre
deglutiendo cada uno de los deseos que me nacían erectos,
aspirando el salitre en mis labios cosidos a ella,
convirtiendo en lágrimas las perlas
que yo intentaba sembrar en aquella cueva
por ver si un día nos nacía entre las conchas
una pequeña Venus desnuda
-pero sólo nos nació la duda,
y se nos coló la pasión por entre los dedos.
Desperté con el sol abrasándome,
derritiendo en mi pecho la nostalgia
de tus uñas afiladas en mi espalda
y tus ojos en blanco.
Y todo lo que se me ocurrió hacer
para olvidar el precio de perder tu sonrisa
fue escribir nuestros nombres en la arena,
esperar pacientemente por la marea alta
y observar las ondas del mar borrándolos poco a poco,
mientras mis manos intentaban
-recorriendo lentamente mi sexo-
imitar la suavidad de las tuyas
en aquellos días en que tú aún disfrutabas
arrancándome
humedad
y versos.